Esta semana, el epicentro de la mayor pandemia de nuestro tiempo se traslada a Melbourne, Australia. Los expertos se reúnen para encontrar maneras de cortar las muchas cabezas que tiene el monstruo del sida: cómo evitar 1,6 millón de muertes cada año; cómo asegurar que ningún niño nazca con el VIH; cómo llevar el tratamiento antirretroviral (ARV) a los 16 millones que lo necesitan y aún no pueden acceder a él. En pocas palabras, cómo aumentar los esfuerzos contra el VIH para que el notable progreso de los últimos 20 años se traduzca algún día no muy lejano en la erradicación del sida.
Pero es más fácil decirlo que hacerlo, porque el mayor esfuerzo en salud pública que la humanidad haya hecho jamás se lleva a cabo en países africanos cuyos débiles sistemas de salud no pueden hacer frente a la tarea. En Malaui, donde estoy actualmente, dos tercios de los puestos de trabajo en el sector sanitario están vacantes por falta de médicos, enfermeros y técnicos de laboratorio. En Kinshasa, República Democrática del Congo (RDC), uno de cada diez pacientes VIH-positivos muere en los dos días posteriores a su ingreso en la clínica de MSF, porque llegan demasiado enfermos para beneficiarse del tratamiento ARV que hasta ese momento no han podido encontrar. Y lo más triste es que esto ocurre con una enfermedad que puede convertirse en crónica si se toman los ARV cada día, ¡y que es tan manejable que la leyenda del basquet, Magic Johnson, ha vivido con ella durante 24 años!
En este momento, lo que necesitamos es una nueva revolución en cómo damos la asistencia médica. De lo contrario, el extraordinario avance en el número de personas que han iniciado el tratamiento con ARV se perderá y no lograremos nuestro objetivo de detener el sida.
Los modelos de atención comunitaria son una de las herramientas más prometedoras que tenemos, ya que responden a las realidades donde la pandemia golpea más duro. Una persona cuyo tratamiento antirretroviral funciona bien no necesita ir a la consulta del médico cada mes: sólo necesita tomar una píldora al día para seguir adelante con su vida. Así que, ¿por qué no acercar el tratamiento al paciente, en lugar de obligarlo a llegar hasta donde están los medicamentos? ¿Por qué no dejar que los propios pacientes se organicen en grupos de ayuda y sólo uno de ellos vaya a recoger los medicamentos para todos? Es una idea muy simple, pero lo cambia todo. Las experiencias de Médicos Sin Fronteras (MSF) con diferentes tipos de modelos comunitarios de atención han mostrado una reducción importante en la carga que supone la enfermedad para los pacientes, a la vez que permite a los trabajadores sanitarios iniciar a más personas en ARV y dedicar su precioso tiempo sólo a aquellos más enfermos.
La mejoría en el paciente es espectacular. Antes, un tercio de las personas en ARV dejaba el tratamiento en algún momento durante los tres primeros años. Habitualmente, tenían que elegir entre su salud a largo plazo y su supervivencia económica a corto plazo. Imagine que usted es una mujer embarazada VIH-positiva en Lesoto. Si su vecino no puede llevarla hasta la clínica más cercana en su pony, deberá caminar durante horas a través de montañas cubiertas de nieve a recoger sus medicamentos para el siguiente mes. Si no va, su bebé puede nacer con el VIH. Imagine que usted es un minero en Mozambique. Si se toma un día libre de trabajo cada mes para hacer cola durante horas antes de obtener sus medicamentos, las posibilidades de que lo despidan aumentarán rápidamente. Así que no irá, porque sus hijos tienen que comer todos los días y eso es en realidad lo más importante para usted.
Sin embargo, más del 90 por ciento de los pacientes de MSF que pertenecen a diferentes modelos comunitarios de atención en Mozambique, Sudáfrica e incluso en República Democrática del Congo, un país donde los resultados del tratamiento del VIH son especialmente preocupantes, aún permanecían en los programas de atención después de dos a cuatro años de que lo iniciaran. La razón era simple: el tratamiento estaba más cerca de sus hogares.
Poner esto en práctica requiere una decisión valiente, una revolución en la forma en la que se organiza la atención en muchos países africanos. La primera revolución en la atención del VIH fue la reducción de precios de los medicamentos, haciendo que los ARV fueran accesibles para los países con menos recursos. Llegaron a costar más de 10.000 dólares por paciente y por año y hoy no llegan a 100, gracias principalmente a la introducción de genéricos. La segunda revolución simplificó el tratamiento en sí a una sola pastilla al día con efectos secundarios mínimos. Mis pacientes necesitan ahora una tercera revolución, una revolución en la forma en la que se organiza la administración del tratamiento. Porque para que los pacientes se mantengan sanos y tengan un riesgo muy limitado de transmitir el virus a otros es necesario que sigan a rajatabla el tratamiento.
Daniela Belén Garone
* Coordinadora médica de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Malaui y participante en la Conferencia Internacional de Sida que se celebra hasta hoy en Melbourne, Australia.
Fuente: Página 12