Dos fármacos habituales para tratar la depresión y el Parkison pueden alterar la capacidad de tomar decisiones éticas | Relacionan niveles elevados de serotonina con comportamientos más altruistas; en cambio, más dopamina, con conductas más egoístas.
Piénselo bien antes de responder: ¿le daría unas cuantas descargas eléctricas a su vecino o a su compañero de trabajo para ganarse unos eurillos? ¿Y si le dijeran que no le causan demasiado daño, apenas una molestia? ¿Y usted, lector, estaría dispuesto a soportar un mal rato a cambio de dinero o de que no lastimaran a otras personas?
Nuestras elecciones ante dilemas morales como estos dependen de muchos factores, desde la situación en la que se producen hasta qué eligen hacer el resto de personas de nuestro alrededor; pero también, según sugiere un nuevo estudio, podrían estar influidas por los medicamentos que tomamos.
En un experimento realizado por investigadores de la Universidad de Oxford y de la Escuela Universitaria de Londres, un grupo de voluntarios que habían tomado un antidepresivo común que aumentaba sus niveles de serotonina se mostraron mucho más altruistas que individuos del grupo control e incluso dispuestos a pagar más para evitar el dolor propio y ajeno. En cambio, los participantes a quienes se les dio un fármaco para el Parkinson, que actúa sobre la dopamina, se mostraron más egoístas.
Que esos dos neurotransmisores parecían tener algún tipo de relación con la conducta ya se sabía. Estudios anteriores habían ya sugerido que la serotonina, al parecer, nos ayuda a mantenernos “civilizados”; por ejemplo, se ha visto que en criminales violentos los niveles de esta molécula están por debajo de la media. En el caso de la dopamina, en cambio, en experimentos con animales se ha comprobado que puede promover la agresividad; de hecho, las personas con comportamiento psicopático tienen niveles elevados de esta molécula.
Pero una cosa es ver que hay una relación y otra distinta poder medir en el laboratorio de qué forma realmente influyen estos neurotransmisores en la toma de decisiones. De ahí que la mayoría de estudios se basen en experimentos de tipo teórico, como el conocido “dilema del tranvía”: imagínese que está en lo alto de un puente y ve un tranvía que se aproxima a toda velocidad. Si continúa por la vía por la que va, descarrilará y podría matar a las personas que viajan en su interior. Pero si usted maniobra una palanca, el tranvía se desviará y “solo” matará a un operario. ¿Qué haría? Claro está, una cosa es lo que la gente responde de forma teórica y otra bien distinta lo que harían en la vida real.
¿Dolor a cambio de dinero?
La neurocientífica Molly Crokett, de la Universidad de Oxford, se planteó tratar de resolver de forma práctica este problema. Así, para intentar medir de alguna manera ese efecto diseñó junto a su equipo un test de laboratorio pero con consecuencias tangibles: pedían a los voluntarios tomar decisiones que implicaban una descarga eléctrica real más o menos intensa sobre ellos mismos u otras personas.
Reclutaron a 175 voluntarios sanos; a 89 les dieron de forma aleatoria o bien un placebo o bien citalopram, un antidepresivo usado de forma habitual. Y a los 86 sujetos restantes también se les administró de forma aleatoria un placebo o levodopa, un fármaco usado para tratar el Parkinson. A continuación, otorgaban al azar a los participantes el rol de tomador de decisiones o de acatador de las mismas y los distribuían por parejas, aunque en ningún momento se llegaban a ver.
Los tomadores de decisiones estaban aislados en una habitación frente a un ordenador y les pedían que resolvieran a 170 pruebas distintas, en las que debía escoger si le daban o no descargas eléctricas a los otros voluntarios y a qué precio. Por ejemplo, podían escoger dar siete descargas a cambio de unos 14 euros. En la mitad de las ocasiones, la elección implicaba darse una descarga a sí mismos y en la otra mitad, a los otros.
No todas las descargas, claro está, eran reales. Pero los participantes sabían que de las 170 jugadas, una sí se escogería al azar y se llevaría a cabo, por lo que las situaciones que resolvían no eran del todo hipotéticas. Además, para no sesgar los resultados, se le decía a los tomadores de decisiones que su elección era siempre anónima, con el objetivo de que no temieran represalias o juicios de valor.
Tal y como se describe en el estudio publicado en Current Biology, los investigadores vieron que la mayoría de personas tenían un comportamiento altruista: preferían recibir ellos una descarga antes de que se la dieran a otros. Es más, los que habían tomado una dosis de citalopram estaban dispuestos a pagar el doble que los individuos del grupo placebo para evitar que les dieran descargas a los demás.
En cambio, aquellos a los que se había suministrado una dosis de levodopa parecía no eran tan generosos. Necesitaban menos tiempo para pensar su elección, esto es la cantidad de descargas que dar al otro, que el grupo placebo. Se trataban de la misma forma a ellos que a los demás y eran menos reacios al riesgo.
“Nuestro descubrimiento tiene implicaciones para potenciales líneas de tratamiento para comportamientos antisociales, ya que puede ayudarnos a entender mejor cómo la serotonina y la dopamina afectan a la voluntad de las personas a dañar a otros para obtener una ganancia personal”, afirma Crockett en un comunicado de la Universidad de Oxford.
Más serotonina, más altruismo
Los autores no han podido demostrar el motivo que hay detrás de esta divergencia de comportamientos en función del medicamento que tomaban. Tampoco han medido los niveles reales de estos neurotransmisores en el cerebro de los voluntarios ni comprobado si los mismos resultados se repiten en personas que deban tomar estos fármacos para tratar un trastorno.
Aún así apuntan que puede que un exceso de dopamina provocado por el citalopram preparare al sistema de recompensa, de manera que fuera más receptivo ante la perspectiva de evitar el sufrimiento personal. O tal vez podría apisonar el sentido de la incerteza acerca de lo que el otro puede sentir y que eso nos haga dudar menos a la hora de infligir dolor a los demás. En cambio, sugieren, la serotonina tenga quizás un efecto más general en la aversión al dolor y potencie la preocupación por los demás.
“Hemos demostrado que esos fármacos prescritos de forma habitual, influencian las decisiones morales en la gente sana, lo que pone sobre la mesa importantes cuestiones éticas acerca de su uso”, considera Crokett, autora principal del estudio, para quien este nuevo conocimiento podría ayudar a diseñar nuevos fármacos más efectivos.
“Los pacientes que toman esos medicamentos se les hace un seguimiento para ver como mejoran sus síntomas, pero no necesariamente en términos de cómo su comportamiento cambia. En el tratamiento del Parkinson, algunos pacientes desarrollan una adicción al juego compulsiva y un comportamiento sexual también compulsivo”, apunta la investigadora.
Sin embargo, algunos investigadores se muestran cautos y algo escépticos ante las conclusiones de este estudio. ¿Puede una única dosis de citalopram aumentar de forma eficiente los niveles de serotonina en pocas horas? ¿Causan el mismo efecto estos fármacos en personas diagnosticadas con Parkinsono depresión que gente sana?
“Necesitamos más investigación para ver cómo esos fármacos afectan realmente a la conducta, tanto en gente sana como en personas que los toman porque sufran algún trastorno”, defiende Crockett, para quién no se trata de demonizar estos medicamentos.