La incertidumbre-país y el blíster a mano

ShapiraPor Valeria Schapira

En mil días íbamos a poder tomar agua del Riachuelo. María Julia lo aseguró orgullosa en los 90 y algunos se pusieron a arrancar las hojas del almanaque. Conocí a un porteño que lo hizo; doy fe. También de que su porteña esperanza alcanzó la finitud el día 300 del recuento, cuando otro bromeó sobre el entusiasta: “¿Estás loco? ¿Vos pensás que esta vez es cierto? No tomaste la pastilla”.

Caballito de batalla en las grandes urbes, el chiste se hizo carne entre nosotros. Cuando algo falla a los ojos del esperable rendimiento de nuestras facultades, lanzamos la broma: “Perdón, hoy no tomé la pastilla”.

Lo paradójico es que vivimos empastillados. Pidiendo recetas, intentando conseguir cajitas sin sello ni firma con el farmacéutico de la cuadra, tratando de inocuos a los medicamentos de venta libre como si en los blísteres no hubiese nada que temer.

“El mundo está desquiciado”, dijo Hamlet hace? ¿cuánto? Y así camina. Sólo que hoy la mayoría de los habitantes de las ciudades está más al tanto de dónde queda la góndola de los calmantes que del nombre del quinto candidato a diputado de la lista del partido que votará en la próxima elección.

De todos modos, en el sur del globo nos gusta regodearnos con que la parte que nos toca es la peor. Exageramos, sí, aunque también es cierto que en el país donde Cátulo escribió: “Estás desorientado y no sabés qué trole hay que tomar para seguir”, los estímulos ansiógenos disparan sin freno y para muchos explican, por ejemplo, que desde hace ya un par de décadas la Argentina integre la lista de los diez países que consumen más psicotrópicos.

Incluso en el reino del psicoanálisis, la vida cotidiana está medicalizada. Les pedimos a las pastillas -inventos notables que salvan vidas y mejoran la existencia con uso responsable- que hagan lo imposible: acabar con la incertidumbre-país (del riesgo país ya ni se habla) y hacernos rendir en lo individual mucho más que una máquina perfecta.

Ellas están entre nosotros para hacer honor a su definición de base (aliviar dolores físicos o mentales), pero también donde otras cosas no funcionan: tomamos antidepresivos porque no vemos claro el futuro, paliamos la ansiedad y el dolor de cabeza que nos provoca vivir inseguros porque sentimos que no hay nadie dándonos garantías de que los chicos que fueron al boliche volverán sanos y salvos a casa. Tomamos también para rendir más (en el trabajo, en la cama), para ser eficientes y no fallar en un mundo en el que competimos vaya uno a saber por qué.

No hay dudas de que los medicamentos ejercen atracción. The Washington Post nos puso al tanto de que en un lugar inhóspito de Afganistán un agente de la CIA le regaló a un cacique “cuatro píldoras azules. Viagra”, con lo que se aseguró una jugosa información sobre el movimiento estratégico de los talibanes.

Sí, las pastillas que tanto amamos son poderosas. Pero no pueden solas si queremos tomar la ruta de una calidad de vida más aceptable. Sin embargo, así las queremos: mágicas, y siempre listas en el botiquín. Para ser convocadas cada vez que algo duela o enturbie, como el agua sucia del Riachuelo.

La Nación 14-03-13